¡OH AMOR DE DIOS!

martes, 13 de marzo de 2012

“Cuando llegaron al lugar llamado de la Calavera, lo crucificaron allí, y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda” (Lucas 23:33).
En 1968, se encontraron en un antiguo cementerio de Jerusalén los restos de un joven de 25 años que había sido crucificado a mediados del siglo I d. C. Se trata del testimonio arqueológico más semejante a la crucifixión de Jesús. La Calavera era una pequeña elevación rocosa situada al noroeste de Jerusalén, a cien metros de la muralla, cerca de la puerta de Efraín. Allí crucificaron a Jesús junto con dos malhechores. La crucifixión era la muerte más cruel y vergonzosa usada por los romanos. Los judíos lo sabían y, con saña y odio feroz, pidieron a Pilato la crucifixión de Cristo.
La cruz de Cristo y sus sufrimientos significaron, en primer lugar, el cumplimiento de muchas profecías del Antiguo Testamento: “Por cuanto derramó su vida hasta la muerte, y fue contado con los pecadores, habiendo él llevado el pecado de muchos y orado por los transgresores” (Isa. 53:12. Véase Luc. 23:33, 34); “Desgarraron mis manos y mis pies. […] Repartieron entre sí mis vestidos y sobre mi ropa echaron suertes” (Sal. 22:16-18. Ver Mat. 27:35); “Me pusieron además hiel por comida y en mi sed me dieron a beber vinagre” (Sal. 69:21. Ver Mat. 27:34, 48).
La cruz de Cristo fue también un testimonio vivo del perdón divino. Jesús no invocó maldición ni venganza contra los soldados, los sacerdotes y fariseos que le estaban asesinando. La cruz del Calvario confrontó, por última vez, a Cristo y Satanás. Fue expresión del frenesí satánico contra el Hijo de Dios, el clímax de su rebelión y oposición al Creador. Fue, a la vez, la confirmación de su ruina y su derrota definitiva.
Pero la cruz de Cristo, sus sufrimientos y muerte, fueron también una oportunidad final de arrepentimiento, de conversión y de fe para el buen ladrón que estaba muriendo a su lado. Dice la sierva del Señor: “En Jesús, magullado, escarnecido y colgado de la cruz, vio al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. ‘Señor, acuérdate de mí –exclamó–, cuando vinieres en tu reino’. […] ¡Cuánto agradecimiento sintió entonces el Salvador por la expresión de fe y amor que oyó del ladrón moribundo!” (El Deseado de todas las gentes, p. 698). Y la respuesta de Cristo no se hizo esperar: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Luc. 23:43). Con estas palabras, Cristo significó que la cruz es garantía, promesa, prenda de la vida eterna, entonces, ahora y siempre.
¡Agradece hoy a Dios el bendito don de Jesús!

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